Y aquí tienes el lactario.

En esa nueva habitación del hospital, desconocida para mí, me muestran un sacaleches, me dan unos botes y me enseñan cómo he de sacarme la leche.

Con la mirada perdida, mirando sin ver, digo sí a todo intentando reprimir todo el dolor que llevo dentro. Leche, lactario, sacaleches, embudo…

Miro a mi alrededor, nada tiene que ver con lo que esperas cuando se aproxima la llegada de tu bebé.

Una habitación blanca, impoluta, una máquina que succionará mi pecho, dos sillas, y un ruido que permanecerá conmigo durante dos largos meses, de día y de noche, religiosamente cada tres horas me enchufo a esa máquina artificial, y miro sin parar esperando que salga un río de leche, sin embargo apenas me salen unas gotas, las mismas que corren por mi rostro pensando que quien tendría que estar succionando es mi pequeño.

Me comentan que aunque saque tres gotas, se las he de entregar a las enfermeras porque los primeros días comen muy poquito y el calostro es lo mejor para ellos, también me explican que no me preocupe si tarda en subirme la leche, que tienen leche donada de otras madres. No puedo hablar porque tengo un gran nudo en la garganta, pero por dentro agradezco infinitamente a esas madres que, de manera altruista, han donado su bien más preciado para que mi bebé pueda beneficiarse de él mientras pueda brotar de mí el oro amarillento que es el calostro.

Sigo mirando las paredes, la mesa, el lavabo. Creo que no es real y cierro los ojos, los abro y cierro varias veces para darme cuenta de nuevo, que sí, que esa es mi realidad, que mi pequeño está al otro lado del pasillo, y que cuando vuelva no podré cogerlo, no podré acariciarlo, ni tan siquiera sentir su calor ni su olor. Ay ese maravilloso y dulce olor a bebé, ese recuerdo me traslada al momento en que fui madre por primera vez. Qué diferente es todo, pienso.

La enfermera se va y me pongo a ello. Después de unos interminables minutos las primeras gotas llegan y aunque ha salido muy poca leche me pongo muy contenta. Mi niño por fin tomará leche de mamá, mi leche.

Mientras estoy ahí van llegando otras madres, no quiero hablar con ellas. Sigo concentrada en sacar lo mejor de mí, y sin embargo no puedo dejar de escuchar su conversación. Hablan de sus pequeños, de sus historias, de sus miedos, de su dolor, ese dolor que solo puede comprender una madre que ha pasado por esa misma situación. Quiero hablar con ellas, contarles quien soy y quien es mi valiente guerrero que me espera entre cristales, pero hoy no puedo, llegarán más días, otros días, pero hoy solo escucho y observo y miro sin mirar, porque hoy es el día en el que se me ha caído el mundo abajo, hoy es el día que debería haber sido el más maravilloso de mi vida, sin embargo me invaden unos sentimientos tan distintos a la felicidad… Siento miedo, dolor, incertidumbre y un vacío enorme, mi barriga, ese lugar que hace unas horas albergaba a mi pequeño, ahora está vacía y no lo tengo a él conmigo.

En el lactario he conocido tantas historias, cada una de ellas absolutamente estremecedora y dolorosa. Allí conocí las historias de María, Almudena y Gloria. Historias escalofriantes y a la vez llenas de fuerza y coraje, historias de bebés que se balancean entre la vida y la muerte, que conocen esa fina línea que separa los dos mundos.

Cuando pasa el tiempo y tú eres la veterana, te vuelves a ver a ti misma reflejada en cada una de las madres que llegan por primera vez a esa sala. Mirada al infinito y un temeroso “hola”. Vuelves a oír una y otra vez la explicación de la enfermera sobre el uso del sacaleches y de una manera muy tímida cuentas tu historia para que se sientan en familia, porque eso es lo que somos allí, una pequeña familia que compartimos sueños, incertidumbres y miedos, y que cada día que pasamos allí sabemos que es un día menos para irnos a casa con nuestros guerreros. Pero también hay mucho silencio. Se respetan los espacios y se entienden las miradas, que a veces anhelan silencio y en otras ocasiones necesitan consuelo.

Y mientras tanto, sigue ahí, el ruido incesante del sacaleches que no dejará de sonar día tras día, noche tras noche hasta que llegue el día en el que mi héroe podrá alimentarse directamente de mi pecho…